Representación de "O Velorio" de Francisco Taxes por el Centro Dramático Galego. |
Lo que pasó aquella noche en una
pequeña aldea de Vigo nunca lo olvidaremos. Desde el mismo momento en que los sepultureros sellaron la lápida del nicho en donde reposan los restos de doña Anuncia, nuestra boca quedó sellada por un pacto de silencio. Y el caso es que la experiencia, borrosa ya por el paso del
tiempo, tuvo su aquel.
Si había un rasgo que
caracterizaba a doña Anuncia era que siempre vestía de negro. Alta, delgada, su pelo blanco recogido en un moño regio dejaba a la vista una
cara ascética, sus labios eran gruesos y se curvaban hacia abajo en un gesto de
amargura, los ojos verdes resaltaban en el moreno de su piel, su mirada era extraña y triste. “La elegancia no está
reñida con la austeridad”, decía a veces cuando algún familiar le proponía
ponerse algo más alegre. ¿Elegancia oscura?…, sus pocas visitas a Vigo,
como dicen los habitantes del rural cuando van al centro, era para despachar algún asunto económico con su administrador, alguna visita al médico o a la modista.
—Siempre va de negro Doña
Anuncia, debería alegrar un poco su imagen, le vendría muy bien para la
salud —le decía Don Andrés,
el médico.
—No voy de luto ni de alivio de
luto, me gusta el negro —le contestaba ella.
Siempre seria, emanaba tristeza y soledad pero también amable en el trato y solícita cuando se trataba de atender a sus amigos o familiares. Solo desaparecía esa tristeza y sus labios atisbaban una sonrisa cuando los niños de Nucha y Alba, sus sobrinas, correteaban por el viejo caserón.
Decían en la aldea que de jovencita la señora Anuncia, antes de irse a la capital, era una de las niñas más bonitas de la zona, su pelo negro y sus ojos verdes la hacían candidata a encontrar un buen rapaz, casarse y criar hijos, "como Deus manda".
Anuncia o Nunci, como la llamaba
su familia, tuvo que marchar a Madrid con dieciséis años a cuidar a su tío Lino,
un solterón persistente que había emigrado en los años veinte a hacer las Américas. Lino había vuelto de México a principio de los cincuenta con un buen
capital y no quiso volver a Galicia, dicen que por unos asuntos de faldas mal
resueltos, compró una casa de tres plantas en el barrio de Chamberí en Madrid y
en el bajo instaló “Ultramarinos Monterrey”, con los seis empleados trabajando ante
su atenta mirada, buen género y una buena clientela llegó a ser un referente en
el barrio.
Anuncia a los cuatro años de su llegada ya tenía mando en plaza y el tío Lino, viendo que su sobrina estaba sobradamente
capacitada para lidiar con clientes, empleados y proveedores, fue dejando en sus
manos el negocio mientras se retiraba a la rebotica con
sus amigotes, cuatro gallegos y un andaluz. Tute, dominó y largas discusiones,
ella reía cuando bajaban la voz; “mujeres,
curas o política” murmuraba para ella; cuando
discutían de fútbol o toros tenía que pedirles que hablaran más bajo o que
pasaran al otro tema.
Manuel era uno de los pocos
amigos del tío que no era gallego, un malagueño de pura cepa, funcionario del
Ministerio de Industria y el único que tenía acceso a la rebotica de los
gallegos, con él vivía un hermano mucho más joven que había logrado colocar en
Endesa de electricista.
Miguel era de mediana estatura, moreno, ojos negros, más bien feo pero con una sonrisa y un hablar que a la chica le encandiló en cuanto lo conoció. Se hicieron novios, con la bendición del tío, como correspondía. Los domingos salían al cine o a pasear, Parque del Oeste, Retiro, La Dehesa de la Villa, las menos de las veces por la Casa de Campo; algunas veces sentados en un banco Miguel le decía:
Miguel era de mediana estatura, moreno, ojos negros, más bien feo pero con una sonrisa y un hablar que a la chica le encandiló en cuanto lo conoció. Se hicieron novios, con la bendición del tío, como correspondía. Los domingos salían al cine o a pasear, Parque del Oeste, Retiro, La Dehesa de la Villa, las menos de las veces por la Casa de Campo; algunas veces sentados en un banco Miguel le decía:
—¡Ojú!, ¿qué hace un malagueño
rondando con una gallega?, que apaño más raro.
Y ella reía mientras él le
cantaba al oído
“Ojos verdes, verdes como la
albahaca.
Verdes como el trigo verde
y el verde, verde limón…”
Un día apareció por la tienda con
una gran caja y le dijo:
—Hija, tú traje de verdiales… vamos,
de gitana, y un mantón. Cuando vayamos a Málaga te voy a llevar a la grupa de
un caballo blanco a pasear por la Feria. Ya verás, con ese cuerpo y esos ojos
vas a ser la admiración de todos.
Que distinto era Miguel de los
rapaces del pueblo. Siempre estaba sonriendo y esa forma de hablar y de
cantarle al oído…
A los dos meses de prometerse Miguel
se cayó de un poste de alta tensión en el tendido férreo de Burgos y falleció sin pedir permiso ni avisar.
Anuncia se puso de negro, guardó el traje de gitana y nunca más salió a pasear ni al cine,
su vida se convirtió en un circuito cerrado: tienda, casa, parroquia.
Pocos años después de que su tío
muriera, dejándola como única heredera, traspasó la tienda, vendió los pisos y
se volvió a Galicia. Compró en una aldea cercana a Vigo un viejo caserón de piedra rodeado de una parcela de viñas y algunos frutales donde no faltaban
pinos, nogales, carballos, fresnos y una gran palmera en la entrada, lo
rehabilitó y consumió su vida, que no su hacienda, entre la casa, sus lecturas,
la parroquia y cinco visitas obligadas todos los años: la tumba de Santiago
Apóstol, Santa Marta de Ribarteme, La Franqueira, San Roque y la Procesión del
Cristo de la Victoria.
Todos los días hiciera sol o
lluvia, nevara o granizara se pasaba por la Iglesia, entraba en el cementerio
anexo y se quedaba unos minutos rezando delante de los nichos de sus padres y del tío
Lino. Las tardes las ocupaba entre la visita a los enfermos, el ropero
parroquial, un funeral si se terciaba, el rezo del Santo Rosario y por
supuesto las misa de los domingos. Era espléndida con las limosnas y
siempre estaba dispuesta a echar una mano en algunos problemas económicos que
se presentaban en la Parroquia, sea para tapar aquella gotera para la que no llegaban
los fondos parroquiales o para atender a alguna familia desfavorecida. Siempre
de mano de Chema, el cura párroco, al que ella llamaba don José María, el cura había desistido hacía tiempo de que le tuteara y le llamara por ese diminutivo
“tan impropio de un ministro de la Santa Madre
Iglesia Católica”, pensaba ella.
A sus sobrinas les gustaba ir a
pasar el día a casa de la tía Nunci, incluso en Navidades se quedaban con la
tía todas las fiestas en compañía de sus maridos y las niñas. Cuando Nucha y Alba eran niñas disfrutaban
allí de las vacaciones escolares y correteaban por la casa jugando al escondite
u ocupaban las tardes en el “faiado" (desván),
donde la tía guardaba viejos muebles, baúles de ropa y muchos libros, allí se
imaginaban que estaban en un palacio habitado por “meigas” y
fantasmas. Solo los niños le borraban
esa mueca de la boca y la hacían sonreír, de ahí que a su edad todavía
participaba con ilusión en la catequesis parroquial con los pocos niños que
iban quedando en la aldea.
Últimamente la Tía Nunci cuando
se despedía de ellas no hacía más que recordarles insistentemente:
—¡No os olvidéis!, mi mortaja
está en una caja encima del armario ropero de mí dormitorio. Cuando Dios me llame me
vestís con ella…
—¡Ande tía!, no diga esas cosas
—le respondían las sobrinas a dúo, como en la jaculatoria de un rosario.
Pero la Tía Nunci continuaba:
——¡No os olvidéis de mi mortaja!,
está encima del armario ropero de mi habitación. Es lo único que os pido. Y el
velatorio lo quiero en casa —insistía— quiero un velatorio de los de antes y
nada de incinerarme... Me enterráis en el nicho que está encima de los abuelos y
debajo del tío Lino, he dejado todo dispuesto y pagado. Recordad además que hay
una libreta a vuestro nombre exclusivamente con dinero para gastos del entierro,
si sobra algo, que sobrará, lo dejáis en el cepillo de la Parroquia. La casa y el
dinero que tengo en el banco será para vosotras.
—Tía, déjelo, ya lo sabemos —le decían
mientras subían al coche—siempre nos vamos temiendo que le pase algo.
Y la tía Nunci se quedaba, como
tantas veces, viendo como el coche salía de la finca y enfilaba la carretera.
Repetía el mantra de la mortaja y el entierro pensando que sus sobrinas, aunque
eran buenas rapazas, estaban demasiado apegadas a las nuevas modas.
Incineraciones, tanatorios, salas impersonales con el féretro expuesto detrás
de un cristal y rodeado de coronas y ramos de flores como si fuera un artículo
a la venta. A ella nunca le ocurriría eso, ella quería ser enterrada con la mortaja que había elegido y con un velatorio en casa. ¿Qué eran esas moderneces de no velar a los
muertos de noche?. Para algo tenía aquel
gran caserón.
Una tarde de finales de octubre sonó
el teléfono en casa de Nucha, era María, la mujer que hacía las veces de
asistenta y acompañante de la tía desde hacía muchos años.
—Hay que desgracia Nuchiña, doña
Anuncia ha muerto, veniros para aquí.
Nucha llamó a Alba, colocaron a
las niñas en casa de sus abuelos y salieron hacia la aldea acompañadas por sus maridos y con un nudo en el
corazón. Mientras viajaban Nucha y Alba hacían memoria de sus
instrucciones, se las sabían de memoria. Los nichos de la familia, el velatorio
en casa, la mortaja encima del armario…
—Habrá que hablar con el mesón
para que nos preparen algo de comida para el velatorio, jamón, tetilla y membrillo,
tortillas, unas empanadas y de la panadería, unas bicas, rosquillas,…
la noche de mañana va a ser interminable prima —comentó Nucha a Alba.
Llegaron a la casa cuando salía don
Andrés, les dio un beso a las dos, el pésame y les entregó el
certificado de defunción.
—Lo siento mucho niñas, últimamente
tenía muy alta la tensión y el corazón no ha aguantado, ha muerto muy
tranquila, ni se ha enterado.
—¡Pero nosotras no sabíamos nada don
Andrés!.
—Ya sabéis cómo era, me prohibió
terminantemente que os lo dijera —les dijo antes de despedirse de
ellas.
Con lágrimas en los ojos entraron
en la casa, subieron las escaleras y entraron en su habitación, yacía sobre la
cama con las manos en el pecho, "parece dormida", decían las sobrinas.
Inmediatamente llamaron a la
funeraria para que prepararan un velatorio en el domicilio, pusieran esquelas
en el Faro y también en la radio, dieron instrucciones a sus maridos
para que desalojaran del gran comedor de la planta baja las mesas y ordenaran
sillas, sofás y sillones para que pudieran descansar los asistentes y se
dirigieron al armario en busca de la mortaja. Por la mañana temprano llamarían a los amigos y a
los pocos familiares que quedaban.
Nucha acercó una silla que sujetó
con las dos manos mientras Alba se subía a ella y palpaba en lo alto del
armario, cogió algo que le pareció una caja y se la dio a su prima, comprobó
que no había nada más y bajó. Depositaron la caja encima de la cama y cuando la
abrieron se llevaron una gran sorpresa.
—Esto está mal Nucha, esto no
puede ser la mortaja —dijo Alba sentándose en la silla como si así pudiera
pensar mejor.
—Pues es lo que decía la tía,
encima del armario en una caja…
—Ya Nucha, pero… esto no cuadra
con la tía, con lo seria que era… ¿tú la viste alguna vez cantar coplas?, pero
si nunca escuchaba música y nunca la escuchamos cantar nada… bueno, menos en
misa. ¿Qué sabía la tía de Andalucía…? tiene que haber un error. ¿Tú te imaginas
un velatorio con la tía vestida de gitana?
—Pues… no, tienes razón —asintió
Nucha— Vamos a ver dentro del armario por si…
Abrieron el armario y fueron revisando
todos los vestidos hasta que se encontraron, colgando de una percha y metido en
una funda de plástico, un hábito penitencial.
—Ese debe de ser. Lo bajaría al
armario y se le olvidaría decírnoslo. Aunque… ¿para que querría la Tía un traje
de gitana?. Nunca había visto ese vestido y parece antiguo pero creo que nunca
se ha estrenado... mira, todavía tiene unos alfileres… ¡María!, ¡María!…
Nucha salió al pasillo llamando a
la asistenta que estaba ayudando a sus maridos en el salón.
—Dime Nuchiña.
—¿Tu sabes qué es esto?
—No niña, parece un vestido de
esos que llevan las andaluzas —contestó María con los ojos como platos— además…
si siempre iba de negro… eso no es de la Señora.
—Pues estaba encima del armario,
donde dijo que estaría su mortaja… Mira hemos encontrado este hábito colgado en
el armario…
—Pues será ese, vuestra tía nunca
permitiría que la amortajaran vestida de Lola Flores, era muy seria, ¡será cosa
do demo! —sentenció María.
Nucha volvió a sacar el vestido
de gitana de la bolsa y dijo:
— A ver si la Tía tenía aficiones
que no conocíamos…
—¡Quita para allá rapaza!, que iba
a tener, que iba a tener… —contestó María mientras arrancaba el vestido de las
manos de Nucha y lo volvía a dejar en su sitio.
Cuando llegaron los de la
funeraria el cadáver de Anuncia ya estaba dispuesto, Concha, una vecina y
compañera del ropero parroquial, les había ayudado a lavar el cuerpo, a
peinarlo y a vestirlo con el hábito. Ellos solo ayudaron a introducirla en la
caja y la bajaron al salón, ya dispuesto para el velatorio. Lo subieron a un catafalco que estaba en el centro de la estancia y cubierto por un mantón negro. A sus
laterales candelabros con unos velones, tres por cada lado, y una gran cruz en
la cabecera. La Tía lo había dejado todo dispuesto.
Al rato llegó don José María o el
padre Chema y después de charlar un rato en el recibidor hablando sobre las
circunstancias del fallecimiento entraron en el salón y comenzó el rito de la
Vigilia por el difunto. Terminado este salieron todos a despedir al párroco y
cerraron con llave la puerta del salón. Tocaba dormir un poco aunque tan solo
fueran un par de horas, incumplirían por unas horas el deseo de la Tía, pero necesitaban
descansar para lo que les esperaba al día siguiente.
Desde primeras horas de la mañana
aquella casa fue un ir y venir de gente, amigos, vecinos, conocidos, todos
pasaron a dar el último adiós a Anuncia, mientras María y dos vecinas, que
había traído para que le ayudaran, no paraban con el café, la bollería y las
pastas. A la hora de la comida se fueron turnando para sentarse a la mesa de la
cocina, el agotamiento y la tensión con tantos pésames ya les abrumaba a todos
y faltaba la tarde y sobre todo la noche hasta las once del día siguiente que
era la misa de córpore insepulto y el entierro.
La tarde fue todavía más
agobiante, la gente iba pasando del velatorio a la gran cocina en donde podían
reponer fuerzas. Ya entrada la noche solo quedamos los más allegados, las
sobrinas, sus esposos, los más cercanos y algunas vecinas y compañeras
de la parroquia que comenzaron a rezar un rosario. Los hombres pasaron a la
cocina en donde daban cuenta de café, rosquillas, galletas y aguardiente. A las
doce de la noche volvió el padre Chema y pasaron todos al velatorio para
acompañarlo en los rezos.
En la sala solo se escuchaba la
voz del cura:
—A ti, Jesús,
Señor, que quisiste compartir nuestro dolor, dirigimos nuestras súplicas.
Tú, que te
compadeciste de la viuda de Naín, desolada por la muerte de su hijo.
A lo que los presentes
contestaban:
—Ten compasión de
nosotros.
—Tú, que lloraste
ante el sepulcro de Lázaro, muerto de cuatro días.
— Ten compasión de
nosotros.
—Tú, que, muriendo
de tristeza, sudaste …
Y antes de acabar la frase se fue
la luz. El marido de Nucha corrió al
mueble del recibidor a coger dos grandes linternas que siempre se guardaban
allí. Cuando volvía se escuchó un fuerte ruido, como si algo se hubiera caído
al suelo en el centro del salón. Alba cogió una linterna de las manos de su
cuñado, la encendió y cuando iba recorriendo con la luz la estancia se quedó
paralizada y los vellos se le pusieron de punta.
Lo primero que vio fue el féretro
en el suelo y cuando se acercaba hacia el despavorida alguien tocó su hombro y
escuchó la voz de la Tía Nunci:
—Alba, cariño, mira que os dije cientos
de veces que mi mortaja estaba encima del armario en una caja.
Cuando se dio la vuelta sintió horrorizada las manos frías de su tía acariciándole las mejillas mientras la miraba con esos ojos… su cuerpo lo recorrió un escalofrío.
—Nucha, María, Concha, venir arriba a
ayudar a Alba.
Los acompañantes estaban
paralizados por el pánico, al padre Chema se le había caído el hisopo y no
hacía más que santiguarse. Dos vecinas se habían desmayado en uno de los sofás
mientras los hombres, con los ojos desorbitados, perdían de su rostro el color rosáceo
producto de las copas de aguardiente.
De la boca de Nucha solo pudo salir un:
—Tía…
—Nucha… Alba, ¿qué os decía yo?,
que me vistierais con el traje de encima del armario.
—Pero… tía, era un…
—El de encima del armario —sentenció
mientras las sacaba del salón y comenzaban a subir las escaleras.
María y Concha, aterrorizadas, se
quedaban rezagadas como queriendo evitarse la visión pero Anuncia se detuvo, las
miró y dijo:
—Daos prisa, que don José María
tiene que acabar el responso.
Una vez en el dormitorio ella se
echó en la cama, cerró los ojos y las mujeres, no sin que les temblaran las
manos, comenzaron a desnudarla para ponerle la mortaja que ella deseaba.
Mientras, el marido de Alba,
sacando fuerzas de la flaqueza, llamó a don Andrés el médico.
—Soy… soy el marido de Alba, la
sobrina de la tía Nun… de doña Anuncia, venga urgente por favor, ha pasado algo
muy, muy… por favor venga,… la tía Nunci está… no está muerta... está viva... o por lo menos...
venga por favor.
El médico, que vivía dos casas
más abajo, se puso el abrigo por encima del pijama y corrió hacia la casa, sofocado por las prisas llego a tiempo de ver
algo que tampoco olvidaría mientras viviera.
Por la escalera bajaba una extraña procesión encabezada por Doña Anuncia con un traje de gitana, mantón sobre los hombros y pañuelo en la cabeza rematado con una flor y seguida por las sobrinas y unas mujeres, pálidas, con cara de espanto y apoyándose en la barandilla o en la pared.
Por la escalera bajaba una extraña procesión encabezada por Doña Anuncia con un traje de gitana, mantón sobre los hombros y pañuelo en la cabeza rematado con una flor y seguida por las sobrinas y unas mujeres, pálidas, con cara de espanto y apoyándose en la barandilla o en la pared.
—¡No puede ser!, firmé ayer el
acta de defunción…
—Buenas noches don Andrés —saludó
la difunta al médico— no tenían que haberle molestado, vuelvo a mi féretro.
Don Andrés tuvo que sentarse en
el banco del recibidor para evitar caer desmayado. La comitiva entró en el
salón, las beatas seguían en los sofás rezando y los hombres paralizados. Chema, o don Jose María, tenía otra vez el hisopo en una mano y el libro de oraciones
en el otro pero miraba como ausente y por el movimiento de sus labios se podía adivinar que rezaba alguna jaculatoria para espantar a los demonios.
Cuando la comitiva pasó ante él, la Tía Nunci se paró y le pidió la mano para besársela
—Gracias don José María, que Dios
se lo pague, ahora cuando vuelva a mi sitio comience de nuevo el responso.
Se acercó al féretro y pidió
ayuda para meterse dentro, Nucha miró a su marido y su cuñado pero estos estaban
tan aterrorizados que no se dieron cuenta, solo despertaron del ensueño cuando
escucharon a la tía.
—¡Veña pachorrentos!, venid a
ayudar a las niñas.
Se acercaron casi sin mirarla y
entre los dos ayudaron a meterla en el féretro, cruzó las manos encima de su
pecho, cerró los ojos y una vez lo subieron al catafalco allí quedó expuesto el cuerpo de Doña
Anuncia, vestida de gitana, con su mantón y su pañuelo en la cabeza y un clavel
blanco en el pelo.
Ni que decir tiene que les costó
un par de horas y varias botellas de orujo encontrar la tranquilidad, nadie se
movió de allí hasta que salió el cortejo fúnebre hacía la Iglesia, de madrugada cerraron la caja y taparon el
cristal para que nadie, ni en la misa, la viera vestida así y se conjuraron
para callar lo que había pasado. A las once de la mañana del Día de Todos los
Santos le dieron cristiana sepultura.
Requiescat in pace... y... ¡olé!.
Genial, magnífico y muy divertido.
ResponderEliminarEnhorabuena Juanvi. Me ha encantado.
Precioso conto, Xuanvi
ResponderEliminarGenial juanvi
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